Por: Omar Restrepo.

Dice los medios que arrancó el referendo, pero en realidad lo que se acaba de lanzar es la campaña política del uribismo para el 2026, que nuevamente intentará apelar al regionalismo paisa para engañar a incautos.

En medio de un clima político cada vez más polarizado, surge una propuesta de referendo que promete dar mayor poder a las regiones. A primera vista, la idea de que los departamentos retengan los impuestos de renta y patrimonio suena atractiva, especialmente para aquellos que anhelan una mayor autonomía regional. Recordemos incluso que la reivindicación por la descentralización política, administrativa y fiscal fue consignada en la constitución del 91, llevó a la elección popular de alcaldes y gobernadores, gracias a que en la década de los ochenta los movimientos cívicos la enarbolaban como una de sus principales banderas. En otras palabras, fue el progresismo y la izquierda quienes pusieron este tema en la agenda política del país.

Sin embargo, al examinar la actual propuesta de referendo, cuyo comité está liderado por Paola Astrid Rivera, secretaria general del partido Centro Democrático, surgen serias preocupaciones sobre sus verdaderas implicaciones y motivaciones.

En primer lugar, la propuesta se basa en un razonamiento contradictorio. Por un lado, promete que los recursos se queden en los departamentos, pero por otro, asegura que habrá mecanismos de subsidiariedad y equidad para no afectar a las regiones más pobres. Esta contradicción fundamental plantea la pregunta: si algunas regiones pretenden ganar (las que más impuestos recaudan) ¿cuáles perderían inevitablemente?

Se argumenta que sería la nación quien se vería obligada a ceder la administración de estos cuantiosos recursos, pero lo que se omite intencionalmente es que la Constitución y la ley obligan actualmente al gobierno central a reunirlos para posteriormente girarlos a departamentos y municipios partiendo de criterios de equidad. La propuesta ignora las complejidades del actual Sistema General de Participaciones (SGP), que, a pesar de sus deficiencias, ha avanzado en cerrar brechas sociales y beneficiar a las comunidades más vulnerables. Reemplazar este sistema por uno que potencialmente concentre la riqueza en las regiones más desarrolladas podría exacerbar las desigualdades existentes. Es más, si no fueran los departamentos más excluidos, ni la nación, entonces quienes perderían serían los municipios, cuyos recursos se centralizarían principalmente en el nivel departamental. Esto debería ser un campanazo de alerta para las autoridades locales.

En segundo lugar, es bien sabido que la distribución de los recursos del SGP se concentra en cuatro áreas fundamentales para las entidades subnacionales representando el 96% del total del recaudo. El sector educativo encabeza esta asignación con un 58,5%, seguido por el área de salud que recibe un 25,4%. El 5,4% se destina a la participación en agua potable y saneamiento básico, gestionado por el Ministerio de Vivienda. El propósito general abarca un 11,6%, del cual un 4% se reparte en asignaciones especiales, incluyendo programas de alimentación escolar, apoyo a resguardos indígenas, fondos de pensiones y ayudas a municipios ubicados a orillas de los ríos Magdalena y Cauca. Es decir, cualquier modificación afectaría directamente a los ciudadanos en los territorios.

Sería bastante triste, injusto e inequitativo por ejemplo que los recursos de la salud, el agua potable y la educación del Chocó y de la Guajira se quedaran en Antioquia para financiar vías 4 G y nuevas “convivir”.

En tercer lugar, y más allá de las cuestiones económicas, debemos preguntarnos: ¿en manos de quién quedarían estos recursos? La historia nos ha enseñado que la descentralización, sin los debidos controles, puede llevar a la creación de feudos regionales dominados por élites locales, a menudo con historial de corrupción. La trayectoria de los políticos de derecha en administración de recursos no es precisamente la trayectoria más limpia de todas. Y lamentablemente hoy son mayoría en las gobernaciones del país.

Finalmente, es crucial considerar el contexto político en el que surge esta iniciativa. No podemos ignorar que este referendo parece ser más una estrategia electoral del uribismo que una genuina preocupación por la descentralización. Apelar al chovinismo paisa, exaltando una identidad regional simplificada y potencialmente excluyente, es un movimiento peligroso que podría profundizar las divisiones en un país ya fracturado.

En lugar de embarcarnos en un referendo que podría desestabilizar el delicado equilibrio fiscal del país, deberíamos enfocarnos en mejorar el sistema actual. Esto implica simplificar los criterios de asignación del SGP, establecer metas más claras en calidad de servicios y garantía de derechos, así como fortalecer la capacidad institucional de los departamentos.

En conclusión, aunque la autonomía regional es un objetivo loable, esta propuesta de referendo parece más una maniobra política que una solución real a los desafíos de la descentralización en Colombia. En vez de caer en la trampa del regionalismo excluyente, deberíamos trabajar hacia la construcción de una nación (o un Estado ¿plurinacional, por qué no?) más inclusiva que reconozca la diversidad de nuestras regiones y promueva la equidad y el desarrollo sostenible para todos los colombianos.

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